Yo ya estaba muy hecha a la idea de que el mundo se iba a acabar y ¡chin!… no se acabo. Después de haberme mentalizado al encuentro con los dioses para la vida eterna en el paraiso, tuve que regresar a la vida mundana, ponerme las pilas, y seguir trabajando para poder subsistir. Es por eso que tuve que dejar un poco abandonado este blog. Pero, a manera de justificación, les puedo decir que la producción documental de este blog es inversamente proporcional a mi producción científica. Así pues, llegada la segunda mitad del año, ahora podré consechar todas las horas de esfuerzo impresas en la redacción de artículos para congresos que ya fueron aceptados y que entonces me permitirán (junto con mis alumnas y una colada) ir de viaje a Boston y posiblemente a Salamanca, España.
Pero el que no se hubiera terminado el mundo me llevó también a la reflexión de que hay cosas que deben vivirse antes de que venga algún ser supremo a aguarnos la fiesta. Y si de algo todo mundo está de acuerdo, es que el sitio en donde muchas de esas vivencias se pueden encontrar es en Las Vegas. Así pues, como regalo de cumpleaños, mi esposa y yo nos fuimos a la ciudad del pecado a celebrar. Ya llevaba yo tiempo dando lata con querer ir a Las Vegas, principalmente porque soy una amante de las grandes producciones y los grandes eventos (nada que ver con la oferta regiomontana basada entéramente en Renán Moreno y «La Nena» Delgado). Yo no podía partir de este mundo sin ver a las vedettes, al Cirque du Soleil en su máxima expresión (y no en las producciones itinerantes que aunque buenas tienen una producción limitada), así como olvidarme por un rato del rigor científico y permitirme asombrarme del ilusionismo y gran carisma de David Copperfield.
Y aunque antes de partir yo me había declarado como «no apostadora», la inevitable estimulación de los sentidos que uno recibe desde el instante que se baja del avión, finalmente lleva a caer en la curiosidad de apostar aunque sea un poquito de dinero. Yo afortunadamente no me hice adicta a estos juegos de azar con todo y que, en el balance final de nuestras apuestas, salimos ganando unos 20 dolares. Sin embargo, incluso los ratos frente a la maquinita tragamonedas (que ahora lo que tragan son billetes o vales electrónicos), se vuelven ratos reales de esparcimiento que creo es sano mientras uno sepa el momento adecuado para decir «hasta aquí».
Además de todo eso, Las Vegas ofrece una oportunidad inigualable para turistear: es muy agradable recorrer cada uno de los hoteles y ver las atracciones que cada uno de ellos ofrece, incluyendo su imagen particular (París, Luxor, Nueva York). Fue durante la turisteada que logré añadir a mi lista de «lugares visitados» a la segunda torre Eiffel que hay en este mundo (réplica de la original en París que visité en el 2000).
Así pues, Las Vegas resultó para nosotras todo y más de lo que habíamos escuchado. Si incurrimos en algún pecado, eso sucedió en Las Vegas y se quedó en Las Vegas. No estoy segura si este dicho igual lo apliquen las deidades supremas el día que finalmente decidan acabar con este mundo, pero igual no me importa pues he llegado a la conclusión que en este mundo es más divertido ser atea.