Me permito reproducir este texto de Ignacio Blanco, publicado originalmente en La Gaceta, y con el que estoy totalmente de acuerdo. Por alguna razón ya no pude encontrar la referencia original, pero aquí se los dejo para su consideración. Si bien la temática está centrada en la cuestión taurina, bien pudiera aplicarse en otros contextos. Por ejemplo, me recuerda el comentario de alguien sumamente insensible que se atrevió a decirme en las elecciones en México de 2006 que «no podía permitirse que AMLO llegara a la presidencia, así tuvieran que matarlo». Y si bien yo no soy su seguidora, jamás desearía su muerte…
El animalista inhumano
Por Ignacio Blanco
Hace un año que falleció [el torero] Victor Barrio y hace unos días fue Iván Fandiño. También nos dejó en 2017 Adrián Hinojosa, un niño de 8 años, al que el cáncer interrumpió su inocente vida y cuyo deseo era ser torero. No puedo llegar a imaginarme el sufrimiento de unos padres enfrentados a la enfermedad y muerte de su hijo, azotados durante ese trance por los indeseables animalistas inhumanos, una nueva clase social que pretendiendo amor a los animales desean la muerte a los seres humanos.
Dijo Schopenhauer que el hombre, en el fondo, es un animal terrible y cruel, en referencia a que ese fondo queda oculto por la domesticación a que nos somete la educación recibida del entorno social en el que nos desarrollamos. Un entorno social que nos trasmite como pilar básico el respeto por los demás. El respeto a su vida y su integridad, pues el ser humano como ser social, requiere de la vida en comunidad para sobrevivir y desarrollarse. Una vida social que no puede basarse en la constante agresión para lograr objetivos personales, pues estos pueden ser más altos y se obtienen con un menor coste, cuando los mismos se logran mediante la colaboración voluntaria.
Este principio liberal, básico de nuestra civilización, parece no haber sido asumido por los animalistas inhumanos. Se extiende peligrosamente el deseo a la muerte del semejante para tratar de solucionar problemas o frustraciones personales, muy propio del darwinismo social, que estos fundamentalistas del derecho animal critican cuando se da en ámbitos no relacionados con el animalismo. La competencia entre especies ha desaparecido en el caso del ser humano y esta es la razón por la que el hombre evoluciona sólo contra sí mismo, pues no hay animal en el mundo que le plantee competencia alguna. Unos compiten por dinero, otros por fama, otros por alimento, otros por la defensa de los animales y en esta lucha, en algún momento, alguien rebasa la línea roja deseando la muerte del otro, símbolo extremo de competencia.
El ansia de protección de los animales y el deseo de que estos sean tratados dignamente es encomiable, pero sólo hasta el límite de la dignidad del propio ser humano. Algo que parece comienza a cuestionarse incluso en el ámbito penal, donde ya existen casos de condenas a penas de prisión por maltrato animal, algo que el propio Karl Marx consideraría una aberración. Esta extraña evolución del derecho penal de salón de té, podría llevar en breve a que se considere genocidio la actividad de los mataderos, que exista una policía local para constatar el trato que los hamsters reciben de nuestros hijos o se decrete el derecho a una renta social para palomas cuyo sustento no está asegurado en la ciudades actuales.
Vivimos una sociedad adormecida en una ensoñación de ausencia de dolor, esfuerzo o problemas, en la que nuestros deseos se convierten en necesidades y estas en derechos. Una sociedad en la que una lata de comida para gatos es más cara de una lata de atún para consumo humano. Una extraña sociedad que enloquece con sus animales domésticos a los que en ocasiones trata mejor que a sus propios hijos. Una sociedad que cree vivir un cuento de hadas, en la que como refiere Clarasó en su Asesino de la Luna «El ser humano es incomprensible para los otros seres humanos; solo algunos animales domésticos le comprenden. Pero estos no escriben sus memorias y no se sabe lo que piensan del hombre».
Es incomprensible como el supuesto amor a los animales lleva a algunos a ser peores personas. No hay sentimiento más despreciable que desearle la muerte a otro ser humano, pero el simplismo o la debilidad mental de estos indeseables, les lleva a aliviar sus frustraciones deseándole la muerte a un niño.
No soy aficionado al toreo, no lo comprendo, no disfruto con el espectáculo de la tauromaquia, asistí en una ocasión a una corrida y no me gustó, pero no me genera el completo rechazo que me producen las manifestaciones y actitudes de aquéllos, que considerándose amantes de los animales, le desean la muerte a otra persona y me produce asco cuando lo desean a un inocente niño de 8 años, que ni siquiera llegó a cumplir su sueño de ser torero.
Me pregunto quién respeta más al animal, ¿el torero o el animalista inhumano?. Esta pregunta sólo puede ser respondida desde la perspectiva del riesgo que asume cada uno en su propósito.
En este sentido, resulta evidente que es el torero quien respeta más al animal, pues es éste el que se expone a morir. No me imagino mayor respeto que ofrecer la vida en un propósito. Exponer tu vida, arriesgarte a no volver a besar a tus hijos, verlos crecer o amarlos, supone otorgar un poder al animal, que ningún animalista comprende. Supone elevar al Toro a la categoría de ser humano, cuando este puede acabar con la vida que presentas frente a sus astas. He tratado de imaginar que pretende el torero, y me resulta evidente que no es el hecho de la muerte del toro, si así fuera, no sería necesario exponer la vida en ello, bastaría con entrar en una finca con un fusil para lograr tal objetivo. Sin conocer a ningún torero, creo imaginar lo que lo mueve, es el propio hecho de exponerse a la muerte sin quererla, pero sin rechazarla, de experimentar la vida en ese hilo de tierra que la separa del avismo de la muerte, un territorio que pocos recorren, pero que se me antoja de una extraordinaria fuerza. En los entornos de seguridad en los que vivimos actualmente, en los que nadie asume ningún riesgo, todos los problemas han de sernos solucionados por otros, frente a esas aburridas vidas que parecen rodar todas sobre la misma huella, la tauromaquia se me antoja como uno de esos reductos en los que puede suceder cualquier cosa, hasta la muerte.
En el caso del animalista inhumano, resulta evidente que no respeta más al animal que el torero. El animalista inhumano no arriesga nada en su defensa. Su mayor esfuerzo es sentarse en el retrete y trolear desde una cuenta anónima de twitter con su iPhone anticapitalista, deseándole la muerte a un torero o a un niño. Si no arriesgas nada por la causa que defiendes ¿tiene esa causa algún valor, cuando el torero arriesga la vida en su lance con el toro?.
Son estos animalistas inhumanos, estos débiles mentales, los que en su incoherencia vital se oponen a la pena de muerte, dictada por un tribunal estadounidense, pero al mismo tiempo la desean a sus semejantes cuando son ellos el jurado de su propia causa animal.
Por otro lado, cuesta entender como pretenden estos animalistas inhumanos salvar al toro de lidia sin el toreo, pues estoy convencido de que estos animalistas inhumados no dedicarían un minuto al mantenimiento de estos formidables animales, salvo que sea con el esfuerzo y el dinero de otros.
En fin, como dijera Bertrand Russell «los animales son felices mientras tengan salud y suficiente comida. Los seres humanos, piensa uno, deberían serlo, pero en el mundo moderno no lo son, al menos en la gran mayoría de los casos» y los animalistas inhumanos nunca llegarán a serlo porque la vida de un ser humano nunca estará por debajo de la vida de un animal.